Al final comprendí
que eras un animal salvaje,
y que,
por lo tanto,
nunca te podría domar,
tampoco es que buscase hacerlo.
Pero,
intentar comprenderte,
fue lo más cerca
que estuve nunca de ti.
Luego desapareciste
entre la hierba mojada
del rocío de la madrugada.
Apenas te acaricié unos segundos
y acabaste conmigo,
devoraste mi cuerpo,
con la misma imaginación,
con la que se abre la nevera
en mitad de la noche:
sabiendo perfectamente
qué es lo que quieres,
y cómo lo vas a hacer.
Sería cruel decirte
que no te lo pensaste dos veces,
o no dudaste:
en tus ansias de acabar con todo,
tu saliva recorrió
mis labios,
en la angustia de querer tocarte
y no hacerlo.
La música siempre amansó
a las fieras,
pero yo te miraba
y te calmabas.
Nunca me hizo falta
nada más.
Ya no estás aquí,
has huido hacia el lugar
que te vio crecer,
y ahora,
te has convertido
en dueña de todos tus miedos,
con lo que me costó
ahuyentarlos,
los has vuelto a traer.
No te veo,
mi vista no alcanza
la rapidez de tus pensamientos
cuando decides marcharte.
Aún te recuerdo:
tan viva,
tan plena,
tan real,
donde la máxima distancia
que recorría tu respiración
era de tu boca a la mía,
en ese efímero espacio
solía vivir.
Aún recuerdo
cómo me miraste a los ojos
la última vez,
miento,
no lo sé,
agachaba la cabeza
para que no doliera tanto,
pero fue inútil,
como correr bajo la lluvia
con el objetivo de no querer mojarte,
que al final,
terminas empapada.
Con lo cual,
he decidido quedarme aquí,
con el corazón calado,
decido mojarme entera,
dejar que la lluvia recorra mi cuerpo,
y las gotas derrapen por mi cara.
Porque,
al final,
dejará de llover.
30.06.19
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